La muerte de Moisés es un gran ejemplo de cómo debemos entregarnos al Señor. Este siervo de Dios después de haber rogado entrar a la tierra prometida, lo único que recibió fue una negativa y la noticia de que moriría sin entrar. Su espíritu se había amargado antes, la prueba ahora era no morir así. Sin embargo, antes de subir al monte donde Dios le daría sepultura, bendijo a las tribus de Israel, aconsejó y animó a Josué, su sucesor, y luego como cordero mudo subió al lugar donde entregaría su espíritu (Dt 34.1-5).
Él profeta, luego de recibir el mensaje del Señor para Acab, le dijo a uno de sus consiervos: "Golpeame", a lo que el otro se negó. Tuvo que buscar uno que sí obedeciera a la palabra de Jehová (1 Reyes 20.36-37). ¡Nunca te has preguntado por qué Dios le pidió esto? ¡Si el que había pecado era Acab! ¿Por qué le había de pegar a él?
"Tú y yo estamos aquí porque lo merecemos" Ese ladrón ya estaba sobremanera arrepentido, y luego el Señor Jesús lo perdonó, sin embargo seguía colgado, y más allá de eso, no fue rescatado, sino que murió (Lucas 23.41).
Morir, obedecer o confrontar las consecuencias de nuestro pecado, no pueden considerarse adoración únicamente porque decimos conocer lo que Dios es, sino que se hace indispensable también conocer lo que nosotros somos.
Nosotros no sólo somos lo que hacemos, sino todo aquello de lo que somos capaces. Dios no ignora nuestros abismos, pero nosotros siempre lo hacemos. Nosotros nunca queremos tratar con nuestros escondrijos más secretos, pero Dios sí. Por eso cuando decimos: "te adoro Señor, no por lo que haces, sino por lo que tú eres, y te adoro también porque ando bien, he hecho buenas obras, por lo cual tengo entrada a tu presencia", erramos, fallamos en la adoración verdadera y nos vamos de lado hacia un culto vano.
No que no seamos bien portados o que no sea necesario hacer buenas obras; así como no se le puede adorar a Dios sólo por lo que hace, sino más bien por lo que es, también no le podemos adorar en espíritu y verdad por lo que hacemos, sino más bien conociendo bien quiénes somos, todo de lo que somos capaces; que ni siquiera nosotros conocemos a cabalidad el engañoso corazón que cargamos; que la carne aún nos cubre con sus concupiscencias e incluso en los tuetanos llevamos impregnado el pecado; que nuestras lágrimas en el culto muchas veces no pasan de ser un chantaje sentimental para el Señor; que mientras vivamos seremos un peligro para nosotros mismos y para muchos; que entendemos bien que Dios nos perdona, pero nuestro deseo en realidad es lograr cambiar de una vez por todas.
Esa era la gran diferencia entre el publicano y el fariseo cuando oraban en el templo. Fue este conocimiento lo que hizo que Moisés decidiera dejar de estorbar el plan de Dios para subir al monte. Lo que le dio valor al profeta para recibir un golpazo de su colega. Es la revelación que recibió el ladrón -no sólo acerca de Cristo, sino de quién era él mismo-, para poder decir determinantemente: "Nos lo merecemos". Ni Moisés, ni el profeta, aún el ladrón, no aceptaron la voluntad de Dios por causa de sus malas obras, sino porque entendían que su constitución, su naturaleza o su ser, debía ser tratado por la voluntad divina. Solo así podemos entender que Dios es soberano, no porque se le da la gana -como muchos piensan- tratar con sus siervazos, sino porque es necesario para nuestra salvación y madurez, tratar con creyentes que todavía son de carne y hueso.